jueves, 6 de julio de 2017

Carta a un cactus.

Sé que suelo escribirte directamente. Que dejo las cartas debajo de tu maceta antes de meterme en la cama y por la mañana veo que aún la tienes entre las espinas. Pero hoy es un día en el que necesitaba escribirte pero que no hubiera nadie más. 
No es por nada especialmente. No necesito estar solo, tampoco es que esté triste. Supongo que es una de mis caras, la que más a menudo aparece. La que sólo sabe gesticular con los ojos y se pasa el día mirando por la ventana a las nubes pasar como quien camina en sueños porque no tiene a dónde ir por estas calles. 

Así que escribo esta carta para nadie, aunque quizá un día la encuentres. Léela, va para ti aunque no te la escribiera. 

En realidad no quería escribir nada. 
En realidad no quería decir nada. 
En particular. 

Sólo ordenar palabras como quien arregla la casa para mantenerse despierto en un domingo demasiado largo. Descansar se me da mal y mucho peor quedarme quieto. 
Los barrotes de mi jaula están mordisqueados por todas partes, mis poemas están quemados y mis líneas en sus tarros. Preparándose para estrellarse contra el primer papel que encuentren. 
Todo mi cuerpo tiembla, excitado, con estallar en un millón de pequeños pensamientos, de apuntes de vida, de pasos precarios. Indecisos. Como todos los que hemos dado. Como todos los que he dado. 
Y mi garganta quiere raspar, quiere haber gritado mis entrañas entre versos que no rimaran. 

Este silencio me viene bien. 
Me he arropado entre sus brazos cada noche. 
Revolviendo mi mente hasta la inconsciencia. 
Desnudo, con la piel congelada y los huesos erizados. 
Mi identidad deshecha entre las palabras que no escuché. 
Y un cadáver queda entre las horas muertas. 

Aún no sé por qué sigo aquí. 
Ni cómo las púas de un torpe cactus no me pinchan. 
No logro que se mantenga de pie. 
A quién se le ocurrió que un niño podría ser jardinero. 

Este tiempo hace que me invente recuerdos que nunca tuve para tener la sensación de que estoy recordando algo importante, como quien guarda tesoros en su interior. Nunca pude hacer eso. Todo lo que llego a tener lo regalo, lo tiro o lo entierro. Pero no me lo quedo. Me arden las manos cuando la espalda me pesa. Y a veces un chaparrón calma a las bestias. 

¿No te dan ganas de abrazar más cuando el cielo decide caerse? 

Incluso cuando lo que abrazarías está rodeado de dolorosas espinas y varios planes de reserva para huir en cualquier momento de ti, y de todo. 
Debo ser raro si has respondido que no. 

Pero hay algo mágico en todos estos días. Pasan sin avisar, llegan y se instalan en tu ventana sin preguntar. Lo empapan todo con su luz nostálgica, nos empujan a correr bajo la lluvia y nos hacen olvidar que resfriarnos es una posibilidad de tamaña tontería. 
Ojalá no te vayas para la hora de la merienda, día. 

Y no voy a escribir más. 
Me gustas así. 
Las palabras, las espinas y el día.